Alberto Híjar Serrano
La expulsión es una producción teatral grandilocuente y
panfletaria sobre los jesuitas expulsados del Reino Español en 1767 por el
estorbo que significaban a las Reformas Borbónicas de Carlos III, un proyecto
de globalización capitalista orientado en las colonias con mano de hierro para
frenar la corrupción, las conspiraciones de los criollos y las insurrecciones
indígenas. La dimensión militar acompaña desde entonces la imposición
económico-política con el cuento de la modernización favorecedora del Estado,
la Iglesia adecuada y los grandes explotadores de la riqueza minera y de otras
materias primas extraídas por la mano de obra esclava de los campesinos
indígenas. Las Leyes de Indias jamás pudieron impedir estos malos tratos, pero
la Encomienda como misión evangelizadora hizo de las ordenes religiosas un
reducto de piedad con los más pobres.
Los
jesuitas desparramados por América, África y Asia tenían otro proyecto. Hace
unos años, Bolívar Echeverría iba y venia a Portugal para estudiar el archivo
de Luis de Molina, un jesuita que tenía clara la organización comunitaria como
un proceso productivo de acumulación capitalista independiente del reino
español aunque no opuesto a su poder. El proyecto iba bien como aún puede
apreciarse en las ruinas de la misión jesuita en la provincia de Misiones en
Argentina, parte del enorme proyecto que llegaba hasta Brasil y Paraguay
narrado por una película donde lucen esplendorosas las cataratas de Iguazú como
señal del respeto por la naturaleza prodiga. A la par, los jesuitas en Nueva
España desarrollaron una vanguardia intelectual al tanto de la Ilustración
Francesa pero también de la valoración de las lenguas y las culturas indígenas
registradas en mapas y libros testimoniantes de la riqueza de la colonia que
bien merecía modernizarse en beneficio de todos sus habitantes, especialmente
los más pobres y más aislados como los de las provincias de California y Tejas
hasta donde llegaron las misiones jesuitas. Algo de esto se dice casi al final
de la obra de teatro, puesto en boca de Francisco Javier Clavijero, Francisco
Javier Alegre y las hermanas monjas horrorizadas por la represión de los
jesuitas, pero lo que domina la representación es una exaltación de la bondad
de la orden como fundamento y esperanza de la grandeza de México, así nombrado
por vez primera por Clavijero, el primer historiador en Bolonia de las culturas
indígenas.
La
obra encargada a José Ramón Enríquez, cuenta con el patrocinio de los González
Torres y en especial del jesuita Enrique quien fue rector de la Universidad
Iberoamericana, en eficiente acuerdo con sus exitosos hermanos: el famoso
Doctor Simi de la industria farmacéutica y de los dirigentes del Partido Verde.
Los agradecimientos por la realización de la obra ocupan una página del elegante
programa de mano. Figuran la SEP, Conaculta, la Secretaría de Cultura de
Jalisco, el INBA, el Sistema Nacional para el Fomento Musical, el Instituto
Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, la Dirección
General de Televisión Educativa, Foro TV, Televisa, Grupo Imagen Multimedia, el
IMER, Radio Educación, Ibero 90.9 Radio, TV Azteca, el Centro Universitario de
Teatro y el Centro de Arte Dramático de Michoacán. Se enlistan personajes de la
cultura del Estado y se hace mención especial a Farmacias Similares, Montepío
Luz Saviñon, Fomento Cultural Banamex AC, Fundación Kaluz y a un tal Jaime
Alverde. Una página se dedica a promover los 7 números de Artes de México
dedicados a los jesuitas. Enrique González Torres S.J. y el ITESO de
Guadalajara se anotan como presentadores. Todo el poder cultural del Estado y
los consorcios privados son puestos al servicio de un proyecto ideológico de
poder que sugiere la urgencia de restituir los fueros de la Iglesia Católica y
en especial de los jesuitas, estos que nada tienen que ver con los brillantes
sabios del siglo XVIII ni con los masacrados en la Universidad Centroamericana
de El Salvador por los criminales de ARENA.
La
obra sigue la vida de José Ignacio Amaya desde su noviciado en el convento de
Tepozotlán, su expulsión violenta en 1767 por Veracruz con sus maestros y
superiores ante el horror de los pobres campesinos, el paso por Bolonia y Roma,
el viaje a Rusia donde la Reina Catalina reconocía a los Jesuitas y al fin, su
regreso a México en 1814 con la restitución de la orden. Se mencionan los años
de la buena catequización desde 1572 y no se hace mención alguna a la
influencia independentista en el joven Miguel Hidalgo, Rector de la Universidad
Nicolaíta pese a que la obra termina con la muerte de Amaya en 1828.
El
montaje se vale de un coro de nueve con un solista barítono ataviado no con el
habito negro característico de la orden, sino con unos pardos manchados con
zonas amarillentas para acentuar la humildad. Ninguna mención escenográfica se
hace a las portadas y altares dorados del barroco. Las dos paredes laterales
del escenario permanecen sin tratamiento especial de época para que en ellas se
abran balcones y puertas con un despliegue de tecnología anacrónica beneficiosa
de la espectacularidad. Esta vez, Luis de Tavira no metió caballos al escenario
pero montó al Marqués de Croix en un caballito encabritado de cartón para
acentuar sus afanes represivos sintetizados en su frase: “deben saber los
súbditos de España que nacieron para callar y obedecer y no para discutir ni
opinar en los asuntos de gobierno”. Contra este despotismo la religiosidad,
sugiere la obra. Una plataforma emerge del escenario para simular el muelle de
Veracruz y el resto de los trece cuadros procuran alternar la austeridad con
los efectos religiosos como el doblado de las ropas sacerdotales para ser
guardados en cajoneras que luego son divididas en cuatro muebles
transportables. El resultado panfletario de exaltación religiosa conmueve al
público de señoras, señores, monjas y curas, instalados en los lugares
centrales reservados en el teatro Julio Jiménez Rueda. Les queda claro gracias
a la ignorancia histórica característica de las escuelas confesionales, que la
salvación de México está en sus religiosos. La obra es descrita en el programa
como el seguimiento de “los pasos de los jesuitas mexicanos que fueron
aprehendidos, despojados de sus bienes y obligados a partir al exilio”. Pero
regresaron y ahora dirigen importantes universidades, consorcios, un partido político
oportunista y usan los dineros públicos para sus fines en gobiernos como el de
Jalisco, bastión de El Yunque. El amplio y generoso patrocinio al costoso
montaje que ahora se presenta en Guadalajara, es prueba del incondicional
sometimiento del gobierno a los intereses de quienes levantan la bandera de
religión y fueros con éxito empresarial y educativo oscurantista. Y lo que nos
espera con las reformas del artículo 24 constitucional.
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