sábado, 10 de marzo de 2012

UN PANFLETO RELIGIOSO

Alberto Híjar Serrano 

La expulsión es una producción teatral grandilocuente y panfletaria sobre los jesuitas expulsados del Reino Español en 1767 por el estorbo que significaban a las Reformas Borbónicas de Carlos III, un proyecto de globalización capitalista orientado en las colonias con mano de hierro para frenar la corrupción, las conspiraciones de los criollos y las insurrecciones indígenas. La dimensión militar acompaña desde entonces la imposición económico-política con el cuento de la modernización favorecedora del Estado, la Iglesia adecuada y los grandes explotadores de la riqueza minera y de otras materias primas extraídas por la mano de obra esclava de los campesinos indígenas. Las Leyes de Indias jamás pudieron impedir estos malos tratos, pero la Encomienda como misión evangelizadora hizo de las ordenes religiosas un reducto de piedad con los más pobres.
            Los jesuitas desparramados por América, África y Asia tenían otro proyecto. Hace unos años, Bolívar Echeverría iba y venia a Portugal para estudiar el archivo de Luis de Molina, un jesuita que tenía clara la organización comunitaria como un proceso productivo de acumulación capitalista independiente del reino español aunque no opuesto a su poder. El proyecto iba bien como aún puede apreciarse en las ruinas de la misión jesuita en la provincia de Misiones en Argentina, parte del enorme proyecto que llegaba hasta Brasil y Paraguay narrado por una película donde lucen esplendorosas las cataratas de Iguazú como señal del respeto por la naturaleza prodiga. A la par, los jesuitas en Nueva España desarrollaron una vanguardia intelectual al tanto de la Ilustración Francesa pero también de la valoración de las lenguas y las culturas indígenas registradas en mapas y libros testimoniantes de la riqueza de la colonia que bien merecía modernizarse en beneficio de todos sus habitantes, especialmente los más pobres y más aislados como los de las provincias de California y Tejas hasta donde llegaron las misiones jesuitas. Algo de esto se dice casi al final de la obra de teatro, puesto en boca de Francisco Javier Clavijero, Francisco Javier Alegre y las hermanas monjas horrorizadas por la represión de los jesuitas, pero lo que domina la representación es una exaltación de la bondad de la orden como fundamento y esperanza de la grandeza de México, así nombrado por vez primera por Clavijero, el primer historiador en Bolonia de las culturas indígenas.
            La obra encargada a José Ramón Enríquez, cuenta con el patrocinio de los González Torres y en especial del jesuita Enrique quien fue rector de la Universidad Iberoamericana, en eficiente acuerdo con sus exitosos hermanos: el famoso Doctor Simi de la industria farmacéutica y de los dirigentes del Partido Verde. Los agradecimientos por la realización de la obra ocupan una página del elegante programa de mano. Figuran la SEP, Conaculta, la Secretaría de Cultura de Jalisco, el INBA, el Sistema Nacional para el Fomento Musical, el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, la Dirección General de Televisión Educativa, Foro TV, Televisa, Grupo Imagen Multimedia, el IMER, Radio Educación, Ibero 90.9 Radio, TV Azteca, el Centro Universitario de Teatro y el Centro de Arte Dramático de Michoacán. Se enlistan personajes de la cultura del Estado y se hace mención especial a Farmacias Similares, Montepío Luz Saviñon, Fomento Cultural Banamex AC, Fundación Kaluz y a un tal Jaime Alverde. Una página se dedica a promover los 7 números de Artes de México dedicados a los jesuitas. Enrique González Torres S.J. y el ITESO de Guadalajara se anotan como presentadores. Todo el poder cultural del Estado y los consorcios privados son puestos al servicio de un proyecto ideológico de poder que sugiere la urgencia de restituir los fueros de la Iglesia Católica y en especial de los jesuitas, estos que nada tienen que ver con los brillantes sabios del siglo XVIII ni con los masacrados en la Universidad Centroamericana de El Salvador por los criminales de ARENA.
            La obra sigue la vida de José Ignacio Amaya desde su noviciado en el convento de Tepozotlán, su expulsión violenta en 1767 por Veracruz con sus maestros y superiores ante el horror de los pobres campesinos, el paso por Bolonia y Roma, el viaje a Rusia donde la Reina Catalina reconocía a los Jesuitas y al fin, su regreso a México en 1814 con la restitución de la orden. Se mencionan los años de la buena catequización desde 1572 y no se hace mención alguna a la influencia independentista en el joven Miguel Hidalgo, Rector de la Universidad Nicolaíta pese a que la obra termina con la muerte de Amaya en 1828.
            El montaje se vale de un coro de nueve con un solista barítono ataviado no con el habito negro característico de la orden, sino con unos pardos manchados con zonas amarillentas para acentuar la humildad. Ninguna mención escenográfica se hace a las portadas y altares dorados del barroco. Las dos paredes laterales del escenario permanecen sin tratamiento especial de época para que en ellas se abran balcones y puertas con un despliegue de tecnología anacrónica beneficiosa de la espectacularidad. Esta vez, Luis de Tavira no metió caballos al escenario pero montó al Marqués de Croix en un caballito encabritado de cartón para acentuar sus afanes represivos sintetizados en su frase: “deben saber los súbditos de España que nacieron para callar y obedecer y no para discutir ni opinar en los asuntos de gobierno”. Contra este despotismo la religiosidad, sugiere la obra. Una plataforma emerge del escenario para simular el muelle de Veracruz y el resto de los trece cuadros procuran alternar la austeridad con los efectos religiosos como el doblado de las ropas sacerdotales para ser guardados en cajoneras que luego son divididas en cuatro muebles transportables. El resultado panfletario de exaltación religiosa conmueve al público de señoras, señores, monjas y curas, instalados en los lugares centrales reservados en el teatro Julio Jiménez Rueda. Les queda claro gracias a la ignorancia histórica característica de las escuelas confesionales, que la salvación de México está en sus religiosos. La obra es descrita en el programa como el seguimiento de “los pasos de los jesuitas mexicanos que fueron aprehendidos, despojados de sus bienes y obligados a partir al exilio”. Pero regresaron y ahora dirigen importantes universidades, consorcios, un partido político oportunista y usan los dineros públicos para sus fines en gobiernos como el de Jalisco, bastión de El Yunque. El amplio y generoso patrocinio al costoso montaje que ahora se presenta en Guadalajara, es prueba del incondicional sometimiento del gobierno a los intereses de quienes levantan la bandera de religión y fueros con éxito empresarial y educativo oscurantista. Y lo que nos espera con las reformas del artículo 24 constitucional.

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